Un país asiático recicla el 98% de los residuos alimentarios y es un ejemplo para el mundo
Corea del Sur implementó un sistema efectivo que permite transformar casi todos sus residuos alimentarios en energía renovable.
Decenas de camiones transportan más de 400 toneladas de restos de comida de restaurantes y hogares hacia una instalación de tamaño equivalente a dos campos de fútbol todas las mañanas. Allí, estos residuos se convierten en energía verde suficiente para abastecer a aproximadamente 20.000 hogares en Corea del Sur.
El Centro de Bioenergía de Daejeon es una de las cerca de 300 instalaciones en Corea del Sur dedicadas al reciclaje de casi 15.000 toneladas diarias de desechos alimentarios. Estos residuos se transforman en abono, se utilizan para alimentar ganado o se convierten en biogás, una fuente de energía renovable.
Corea del Sur recicla el 98% de los residuos alimentarios
“Este lugar se hace cargo de la mitad de todos los residuos alimentarios diarios que produce la ciudad de Daejeon”, dijo Jeong Goo-hwang, director ejecutivo de la planta, refiriéndose a una ciudad de 1,5 millones de habitantes a unas dos horas de Seúl.
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Sin este sistema, la mayoría de las sobras acabarían en el suelo, contaminándolo y produciendo metano, un gas de efecto invernadero mucho más perjudicial que el dióxido de carbono en términos de calentamiento global a corto plazo.
Hace 20 años, cuando Corea del Sur comenzó a abordar este problema, el 98% de sus residuos alimentarios se descartaban en vertederos. Hoy en día, según el Ministerio de Medio Ambiente surcoreano, el 98% de esos residuos se convierte en pienso, compost o energía. Este cambio se logró al prohibir los restos de comida en los vertederos y exigir a los residentes que separen los restos de comida del resto de la basura y el reciclaje, además de pagar por el servicio a través de tasas y multas.
Corea del Sur es uno de los pocos países con un sistema nacional integral para la gestión de residuos alimentarios. Aunque Francia hizo obligatorio el compostaje de alimentos este año y algunas ciudades como Nueva York implementaron regulaciones similares, pocos lugares alcanzó el nivel de eficacia de Corea del Sur.
En Estados Unidos, el 60 por ciento de los residuos de alimentos van a parar a los vertederos, según una estimación de la Agencia de Protección Ambiental de 2019, y solo el 5 por ciento se compostan y el 15 por ciento se convierten en energía.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura estima que hasta el 31% de todos los alimentos se desperdicia, lo cual podría alimentar a más de mil millones de personas que pasan hambre. Además, el desperdicio de alimentos es responsable de entre el 6% y el 8% de las emisiones globales.
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“Es uno de los mayores -y más tontos- problemas medioambientales que tenemos hoy en día”, afirmó Jonathan Foley, director ejecutivo de Project Drawdown, una organización sin ánimo de lucro que evalúa soluciones climáticas.
Según los datos de la ONU analizados por Our World in Data, una persona normal genera cada año unos 45 kilos de restos de comida. Un estadounidense produce 304 libras, frente a las 242 libras de un surcoreano. Los malayos encabezan la lista con 259 kilos, mientras que los eslovenos producen 60 kilos, la cifra más baja del mundo.
Prácticas de reciclaje
Cuando se implementaron por primera vez, las políticas surcoreanas para el manejo de desperdicios alimentarios encontraron resistencia, ya que los ciudadanos debían pagar multas y tasas por los restos de comida.
Hoy en día, sin embargo, los 50 millones de habitantes del país han integrado el reciclaje de alimentos como una parte natural de su rutina diaria.
En algunos rascacielos de Seúl, se utilizan contenedores electrónicos que pesan los restos de comida. Los residentes, que registran sus residuos mediante una tarjeta digital, reciben una factura mensual basada en la cantidad de desechos que generan. Otros optan por comprar bolsas de abono del gobierno a un costo de solo 10 céntimos y las colocan en los contenedores públicos. Las personas que mezclan los restos de comida con la basura común pueden enfrentar multas.
Lee Jaeyoung, de 35 años, que vive cerca de Seúl y utiliza las bolsas de basura del gobierno, dice que tirar las sobras por separado se ha convertido en una tarea doméstica como cualquier otra. “Me satisface saber que contribuyo a reducir las emisiones de carbono”, afirma.
Las prácticas de reciclaje también tienen que adaptarse a las costumbres coreanas: por ejemplo, el banchan, o las múltiples guarniciones que se sirven con una comida típica coreana y que a menudo se dejan a medio comer en los restaurantes.
Yun-jung Ryew, propietaria de Dandelion Bap-jip, un restaurante de Seúl que sirve todo lo que puedas comer, ofrece unos 10 banchan como parte de una comida que cuesta 7.000 wons, unos 5 dólares.
Ha explorado diversas estrategias para reducir el desperdicio de alimentos y, por ende, los costos de eliminación. Extrae el líquido de las sobras antes de reciclarlas y también informa a sus clientes sobre el impacto ambiental y económico del desperdicio alimentario. Incluso cuenta con un cartel que señala una pequeña tarifa para aquellos clientes que dejen restos en sus platos.
Según Park Jeong-eum, jefe del equipo de reciclaje de la Federación Coreana de Movimientos Medioambientales, un grupo activista, los surcoreanos adoptaron este enfoque por necesidad.
Los planes para eliminar los restos de comida fracasaron en la década de 1990, cuando los residentes se quejaron de los vertederos malolientes y los barrios no querían albergar incineradoras. La densidad de población de Corea del Sur -más de 51,7 millones de habitantes en una superficie del tamaño de Indiana- hacía imposible construir instalaciones lejos de las zonas residenciales. “Así que la única opción que quedaba era el reciclaje”, afirma Park.
Pero a pesar de todo su éxito en el reciclaje, el gobierno sigue sin convencer a los ciudadanos de que desperdicien menos alimentos. La cantidad de residuos alimentarios que se generan -unos 5,5 millones de toneladas al año- no ha variado mucho en cinco años, a pesar del coste y las molestias que supone para los residentes tener que reciclarlos.
Fuente: The Washington Post