En la lucha contra el cambio climático, algunas ideas rompen todos los esquemas. El investigador Andy Haverly revivió un concepto de hace más de cincuenta años y lo transformó con una meta audaz: utilizar una bomba nuclear en el lecho oceánico para acelerar un proceso natural que elimina carbono de la atmósfera. La propuesta, como era de esperarse, causó un gran revuelo.
Cómo es el plan para frenar el cambio climático con una bomba nuclear
Durante la década de 1960, Estados Unidos impulsó el Proyecto Ploughshare, una iniciativa que buscaba aplicar la energía nuclear con fines pacíficos. El plan contemplaba usar explosiones atómicas para construir infraestructuras como puertos y canales. Uno de los experimentos más conocidos fue la explosión del artefacto “Sedan” en 1962, que dejó un gigantesco cráter en Nevada.
Este programa fue cancelado en 1977, en medio de una creciente oposición pública debido a los riesgos ambientales, la contaminación radiactiva y la escasa utilidad práctica. Pero Haverly considera que el verdadero potencial no está en la superficie terrestre, sino en las profundidades del océano.
Inspirado por aquellas pruebas, sugiere detonar una bomba de hidrógeno bajo la meseta de Kerguelen, en el remoto Océano Austral. Esta región, rica en basalto, sería ideal para liberar minerales que podrían desencadenar un proceso conocido como meteorización acelerada de rocas (Enhanced Rock Weathering o ERW), capaz de capturar dióxido de carbono de forma más eficiente.
El plan prevé enterrar el dispositivo entre 3 y 5 kilómetros por debajo del fondo marino -lo que implicaría entre 6 y 8 kilómetros de profundidad total-. Según Haverly, la composición geológica del lugar permitiría absorber gran parte de la radiación, confinando sus efectos al área inmediata.
Cuál sería el impacto de explotar una bomba nuclear en el fondo marino
“El impacto inmediato sobre la vida humana sería insignificante”, afirma el investigador Andy Haverly. Aunque reconoce que podrían existir efectos a largo plazo, sostiene que estos serían “una gota en el océano” en comparación con la magnitud de la crisis climática. Como respaldo, señala que “cada año liberamos más radiación quemando carbón” y recuerda que la humanidad ya ha detonado más de 2.000 bombas nucleares sin que ello haya provocado un colapso global.
Su lógica es clara: si el calentamiento global podría poner en peligro la vida de 30 millones de personas para el año 2100, ¿por qué no asumir un riesgo calculado si la recompensa puede ser un beneficio a escala planetaria?
Sin embargo, la propuesta encendió un intenso debate. Aunque parte de una intención ecológica, muchos científicos advierten que manipular energía nuclear con fines ambientales podría tener consecuencias difíciles de prever. ¿Qué ocurriría si la radiación se filtrara más allá de lo esperado? ¿Qué mensaje enviamos al considerar el uso de armamento nuclear como herramienta climática?
En el fondo, la discusión no es solo científica, sino profundamente ética. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para frenar el cambio climático? ¿Aceptaríamos soluciones extremas frente a una amenaza que se vuelve cada vez más urgente?